Las historias de vida, con sus éxitos y sus fracasos, son también el registro de viajes y de mudanzas.
Ya son varios los políticos que han dicho que para rescatar el campo tenemos que hacer lo posible por retener a los jóvenes allá (claro, “allá”, porque siempre lo dicen desde la ciudad). Esta idea, aunque a veces matizada, es más o menos generalizada en todo el espectro ideológico. Es común que en época de campaña los políticos sobreponderen el poder que tendrían para determinar las trayectorias del desarrollo en caso de ganar la presidencia.
Un factor explicativo de las migraciones del campo a la ciudad, aunque ciertamente no el único en un país tan violento como el nuestro, es la búsqueda de oportunidades económicas. En muchas ocasiones la trayectoria de movilidad social, es decir, el cambio en la posición de un hogar en términos de bienestar a lo largo de su vida o incluso entre generaciones de la misma familia, se refleja en cambios de su localización residencial.
La tensión campo ciudad ha sido explicada desde la teoría económica por el modelo Harris-Todaro. Según este modelo, la coexistencia de un salario urbano formal con tope mínimo y de un salario urbano informal flexible, implica que la circulación de la mano de obra del campo a la ciudad estaría determinada en buena parte por la formación de expectativas del salario en la ciudad. Es decir, la motivación por la migración va a estar mediada por la esperanza del habitante rural de entrar al mercado formal o informal de la ciudad y se diluye conforme este ingreso esperado se acerque al que obtiene en el campo.
El modelo Harris-Todaro es un ejemplo entre muchos de la economía por explicar las migraciones del campo a la ciudad, pero enfoques ortodoxos y heterodoxos coinciden en que hay un componente económico o de búsqueda del bienestar en el núcleo de la decisión de migración.
En Colombia, según datos de la Gran Encuesta de Hogares de 2019, el ingreso medio mensual percápita de los jóvenes de la zona rural que tienen entre 18 y 28 años era de $320 mil, el de los jóvenes que habían emigrado del campo a la ciudad en el último año era de $616 mil y el de los que viajaron hacía más de un año (y menos de cinco) alcanzaba los $653 mil.
Los datos son sugestivos y estimulan análisis de causalidad más sofisticados, por lo pronto vale la pena que nos hagamos algunas preguntas: ¿Sabemos por qué se están yendo los jóvenes del campo a la ciudad? ¿Es posible que el gobernante pueda torcer estas trayectorias migratorias y de urbanización? ¿No es mejor aprovechar el proceso de urbanización en favor del desarrollo de las zonas rurales?
Las historias de vida, con sus éxitos y sus fracasos, son también el registro de viajes y de mudanzas; analizar estas trayectorias con cuidado, escuchar a los jóvenes y entender sus expectativas puede llevarnos a formular políticas más realistas y adecuadas.
ROBERTO ANGULO
Socio fundador de Inclusión SAS.
rangulo@inclusionsas.com